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El amor a la verdad es el más noble de todos los amores. Sin embargo, no es oro en él todo lo que
. Porque no faltan sabios, investigadores, eruditos que persiguen la verdad de las cosas y de las personas, en la esperanza de poder deslustrarlas, acuciados de un cierto
demoledor de reputaciones y excelencias.
Recuerdo que un erudito amigo mío
a tomar en serio el más atrevido de nuestros ejercicios de clase, aquel en que
demostrar cómo los Diálogos de Platón eran los manuscritos que robó Platón, no precisamente a Sócrates, que acaso ni sabía escribir, sino a Jantipa, su mujer, a quien la historia y la crítica
una completa reivindicación. Recordemos nuestras razones. «El verdadero nombre de Platón -decíamos- era el de Aristocles; pero los griegos de su tiempo, que conocían de
la insignificancia del filósofo, y que, en otro caso, le hubieran llamado Cefalón, el Macrocéfalo, el Cabezota, le apodaron Platón, mote más adecuado a un atleta del estadio o a un cargador del muelle que a una lumbrera del pensamiento». No menos lógicamente
lo de Jantipa. «La costumbre de Sócrates de
a la calle y de conversar en la plaza con el primero que topaba,
muy a las claras al pobre hombre que huye de su casa, harto de sufrir la superioridad intelectual de su señora».
Claro es que a mi amigo no le convencían del
nuestros argumentos. «Eso -decía- habría que verlo más despacio». Pero le agradaba nuestro propósito de
dos pájaros, es decir, dos águilas, de un tiro. Y hasta llegó a insinuar la hipótesis de que la misma condena de Sócrates fuese también cosa de Jantipa, que intrigó con los jueces para
de un hombre que no le servía para nada.
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